domingo, 1 de marzo de 2009

Fue un martes

Lucía el sol fuera de la estación. Llegaba tarde. El tren salía en cuanto me di cuenta de que estaba en el andén. Podría haber salido por la otra puerta... podría haber salido la primera y no tendría que haber esperado mi turno en la escalera. Habría subido las escaleras, habría corrido, habría llegado casi a punto de entrar por la puerta. Sin embargo estoy segura de que la bocina habría sonado estridentemente un segundo antes de que el tiempo y el espacio se hubieran puesto de acuerdo para que pudiera entrar cuidadosamente entre las puertas automáticas sin sufrir algún tipo de desmembramiento.

Decidí no bajar al andén. Para qué. Haría lo mismo que en la pasarela y desde allí podía dominar toda la estación. Podía ver todas las hormiguitas yendo y volviendo de trabajar, de clase, de quedar con alguien. Pocos habrá que viajen por alguna otra razón. Me encanta observar desde arriba todas esas vidas de las que yo no sé nada excepto que están en esa estación, esperando otro tren más. Igual que yo. Pero hoy miré por el otro lado, por donde he llegado, por el lugar que suelo dejar a la espalda. El sol lucía tan fuerte que las vías resplandecían. Era casi molesto fijar la vista en cualquier punto que estuviera más allá del techo de hormigón. Miraba sin pensar en nada en especial, sabiendo que tan solo tenía unos pocos minutos que soportar para poder meterme en el siguiente tren.

De pronto vi un puntito. No era un punto, era una persona. No iba vestida de negro, pero bajaba por una rampa de color marrón claro que casi brillaba al sol. Demasiado contraste. Bajaba por una rampa al lado de las vías de los trenes. Andaba con el paso tambaleante de quién pone un pie debajo de otro y no delante.

Se acercaba peligrosamente a las vías del tren y decidí que estaba siguiendo un camino ya conocido, que abriría una puerta que yo no veía y que desaparecería sin más de mi vista entre los entresijos de la estación. Pero no. Llevaba un paraguas en la mano. Anduvo un poco más. Miró hacia su izquierda para comprobar que no venía el tren. Cruzó una vía y luego otra. En vez de piedras había cemento liso, como si alguien hubiera sospechado de antemano que habría gente que pasaría por allí. Después de unos segundos que se hicieron eternos llegó a un andén.

Yo ya sabía quién era en cuando lo vi en la rampa. Puedo imaginarme todo lo que quiera a su alrededor y la realidad lo superaría. Pasó bajo el techo de hormigón. Caminaba, por fin, con paso firme y concreto, ya veía a donde se dirigía. Por primera vez durante esos minutos eternos quise cambiar mi posición. Casi corrí hacia el lugar por donde el debía desaparecer. Desapareció. Reconozco que pensaba que subiría por las escaleras. Sin embargo dejé de mirar hacia fuera para perseguirle con mi mirada. Subió, al final se alejó del primer andén para dejar que las escaleras mecánicas le elevaran. Decidí que me daba igual que me viera. En realidad me llevaba viendo demasiado tiempo. Una chaqueta roja no es nada discreta para hacer de detective espontáneo.

Llegó a la pasarela. Le observé detenidamente. Era casi un ser irreal. Era la persona a la que yo llevaba mirando tanto tiempo y por fin estaba a mi lado. A tan solo un metro y tan solo hacía unos minutos que la había visto por primera vez. Esto es la relatividad. No me creía que pasara junto a mí, siempre pensé que seguiría siendo aquel puntito en la lejanía. Agaché la mirada cuando presentí que me la iba a devolver. Cuando volví a levantarla se había alejado y le vi la espalda. Fui tras él.

Pasó de largo por un par de escaleras. Bajó por la que menos me interesaba en esos instantes. Cualquier otra hubiera llevado a un andén desconocido y el puntito habría seguido siendo un desconocido a pesar de todo. Sin embargo llegó al andén que más me importaba la mayor parte del tiempo. Se quedó esperando el tren que menos podía coger en aquellos instantes.

Después de toda aquella eternidad volví a mirar el reloj. Me indicaban que toda aquella aventura había pasado en algo menos de cinco minutos y que aún me quedaban tres para continuar mi viaje. Quise bajar a mi andén, lo que debía haber hecho hacía tanto tiempo y que no hice sin ninguna excusa. Ya a la misma altura, a ras de suelo, seguía sin poder dejar de mirarle. Había un par de vías en medio y me daba igual. Su tren llegaba un par de minutos después del mío y ya nunca sabré si quería ir al sur o más al sur. Yo me iba al noroeste.

Quedaba un minuto para poder seguir pensando todo lo que me había pasado por la cabeza en tan poco tiempo, cuando un tren, uno que no importaba a ninguno de los dos, se puso en medio. Fue la última vez que lo vi. Mi tren llegó y me subí. Miré por la ventana esperando verlo entre tantos cristales, pero a pesar de todo no identificaba su figura. No esperaba tener que despedirme de él tan pronto.

Me acordé de aquella persona que dejé en Roma, cuya última imagen no fue la que tuvimos todos, bajando de un autobús saludando con la mano. Yo me despedí de ella viéndola entre los reflejos del agua, subiendo el escalón de la acera, subiendo la rodilla más de la cuenta para que la falda no se mojara y sujetando con fuerza el paraguas cerrado, paralelo al suelo. Fue una despedida como ninguna otra y sin ser la que esperaba. Igual que el tren que se puso en medio, me arrebató la última visión de aquel puntito, la que yo quería recordar. Ya no sé cómo era la última vez que lo vi.

El tren, mi tren, salió de la estación. No sé adónde iría el puntito, pero he conseguido que deje de importarme. Creo que eso es algo irrelevante, pues si consigo ubicarlo en algún lugar perdería todo lo que he logrado. Él no fue más que una persona en una estación. Pero, con todo, era la primera persona que yo veía en la estación. Sí, reconozco que he visto muchas, pero no eran más que bultos que viajaban conmigo, no significaban más para mí que lo que yo significaba para ellos. Quizás fueran un bonito abrigo, un libro que yo ya he leído o uno que quisiera leer. Quizás fueran los antiguos poseedores del periódico que yo iba a leer en cuanto se bajaran en la siguiente estación. También podían ser caras bonitas. Poco más. Yo podría ser el bulto que molestaba sentado en el asiento que ellos querían. Todos no éramos más que hormigas que coincidían en ese instante de sus vidas juntas en un vagón, en un tren, en un andén, en una estación.

Pero el puntito de la rampa era la primera persona que veía en la estación. Era un ser humano, un ser que no había hecho otra cosa más que entrar en aquel lugar por una entrada que no existía. Era uno entre muchos, tenía algo que le hacía especial. Yo había seguido toda su trayectoria y no había durado sino unos cuatro minutos. Había salido de mi vida igual que entró. No es una persona importante, no crucé ni una sola palabra con él. Pero me inspiró para escribir un par de hojas. No había sido en balde. Era la primera persona que vi en la estación, es algo así de simple. No me he imaginado en que trabajaría, que hacía subiéndose al tren. No sentí nada que me transformara, no me enamoré de nadie, no lo recordaré toda mi vida. Fueron cuatro minutos, no daba para más.

Ni falta que hacía.

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